miércoles, 7 de noviembre de 2012

Nísperos en almíbar



Querido Pablo:
Acabo de despertar y he sentido la imperiosa necesidad de escribirte esta carta. He soñado que me llevabas a cenar a casa de unos amigos tuyos, de esos tan esnob con los que tratas ahora y que yo todavía no conozco. La anfitriona nos obsequió de primer plato -y único, aunque eso lo supe después- con unos estupendos nísperos en almíbar. Curiosamente no me sorprendió lo extraño del menú, sino el hecho de que los nísperos estuvieran todavía con la cáscara. Yo nunca he hecho conserva de nísperos, pero sí de melocotones, en la época en que teníamos el huerto ¿recuerdas? y siempre les quitaba la piel antes de echarlos a cocer. Entre los comensales había una pareja de ancianos que en un principio no me llamó demasiado la atención, pero que cuando estaba a punto de trinchar mi magnífico níspero se enzarzaron en una repentina pelea, como hacen los perros por la calle; sin mirarse siquiera se lanzaron uno contra otro, discutiendo y arañándose por veintiocho euros, que no sé de donde habían salido, pero que el hombre, de ojos azulísimos, blandía contra su esposa como un arma arrojadiza. Yo me sentía cada vez más triste, porque no conocía a nadie en aquella mesa, porque la piel de los nísperos me hacía arder la lengua y porque ver a dos ancianos pelearse por apenas cinco mil pesetas me parecía de lo más sórdido, así que me dejé llevar por mi tristeza y me puse a llorar.
Y lloré como no había llorado nunca, con lágrimas espesas y gruesas, que empapaban el mantel y me ponían en evidencia, pero afortunadamente nadie pareció darle demasiada importancia, a lo que tú contribuiste con un –dejadla, mi mujer es así- que te agradezco infinitamente, pues pude hipar y hacer todos los pucheros que me apeteció sin sentirme demasiado observada. Después de cenar alguien propuso jugar al mus, una partida doble, de ocho jugadores, como aquellas que montábamos en la facultad antes de los exámenes y en las que acabábamos todos enfadados. Tú y yo discutimos por quién de los dos llevaba las cuentas y al final ganaste tú, como siempre, pero los amarracos eran garbanzos cocidos y yo los aplastaba distraídamente con los dedos, por lo que uno de tus amigos me increpó, acusándome de hacer trampas. Tú habías desaparecido de la mesa, empeñado en tomar una copa de aguardiente de rosas y aunque todos te insistíamos en que bebieras ron con coca-cola, que es lo que has tomado siempre, entrabas y salías abriendo todos los armarios de la casa en busca de tu bebida, cada vez más nervioso, diciendo disparates sobre que sólo podías tomar ese absurdo licor porque una santera que conociste en Cuba te había asegurado que era el elixir de la eterna juventud. Yo procuraba no fijarme en ti y prestar atención a la partida, pero no tenía pareja y hacer señas se convirtió en un juego de muecas ridículas y cada vez que se repartían las cartas yo tenía una de más y todos me volvían a acusar de hacer trampas y tú cada vez más nervioso, dando vueltas y vueltas por la casa, así que al final me venció otra crisis de llanto y me derrumbé sobre el tapete verde, pegándome todos los garbanzos cocidos en la cara.
Me he despertado empapada en sudor, con la cara tirante, -por los garbanzos, que se han secado-, pensé. Todavía arropada por la dulce niebla que puebla la frontera entre el sueño y la vigilia, he alargado una pierna para tocarte, pero no estás. No estás. Todos los acontecimientos de las últimas semanas se me vienen encima sin que pueda hacer nada para evitarlo. Aprieto fuerte los ojos y me intento engañar, susurrándome que todavía estoy soñando. Pero los garbanzos no son garbanzos, sino lágrimas y mocos y baba reseca, acumulados durante quien sabe cuantas horas de sueño. Intento recordar que hice antes de dormirme. ¿Tengo resaca? Parece que sí, un golpeteo incipiente me resuena en la cabeza y si tuviera fuerzas para levantarme seguramente vomitaría. Es probable que anoche, o cuando me metiera en la cama por última vez, saliera a buscarte por los bares del barrio, bebiera todo el vodka que pude encontrar y me echaran de un par de antros por encontrarme en el cuarto de baño llorando, con un cristal roto en la mano, borracha perdida y sin valor para cortarme las venas. Seguramente alguien llamó a mi hermana y ella, que es un cielo, acabara trayéndome a rastras a casa, me desnudara y me metiera en la cama. Porque estoy desnuda, pero no te preocupes, Pablo, no me he acostado con nadie. ¿Quién iba a querer tener sexo con una mujer de casi cincuenta años y para colmo borracha?. Todo está en orden: mi ropa cuidadosamente doblada en el respaldo de la silla, cientos de colillas en el cenicero (he vuelto a fumar, sí), el teléfono descolgado (gracias hermanita) y las pastillas para dormir en la caja de cartón que me sirve de mesilla de noche desde que me mudé sola a este sórdido apartamento.
Pastillas para dormir. Ahora recuerdo. Me he levantado corriendo a vomitar con la vaga esperanza de ver salir intactas las veinte o treinta pastillas que me tomé después de una borrachera salvaje, pero lo único que conseguí expulsar fue una bilis negruzca y ácida que me dejó un regusto a fuego en la garganta.
Pero no te alarmes Pablo, yo no me quería suicidar, sabes que no es mi estilo. Yo sólo quería dormir, dormir durante varios días, unas semanas, quizá un mes. -El tiempo lo cura todo- me dicen constantemente, -espera a que pase el tiempo-. Sabes que siempre he sido muy obediente, así que sólo quería dejar pasar un poco de tiempo, dormirme con la esperanza de despertar con el dolor mitigado por el transcurso de las horas, dejar que el reloj contara los minutos sin ser consciente de su paso, derritiéndose como en ese cuadro de Dalí que tanto nos gustaba y cuya copia barata conservo todavía, descolorida a fuerza de mirarla, en un vano intento por que ese reloj que fue nuestro me transporte a horas más felices.
Pensándolo bien es posible que de verdad haya dormido durante un largo periodo, quizás haya estado en coma años, como en esas películas basadas en hechos reales que ambos aborrecíamos pero que veíamos abrazados sábado tras sábado. El dolor sordo que me ha atenazado el vientre durante meses, (desde que me abandonaste, Pablo), parece haber desaparecido. Pero no me fío, es probable que sólo esté dormido, esperando la ocasión para asaltarme con más fuerza, desgarrándome las entrañas como en un parto sangriento, el parto de ese hijo que te pedí a gritos y que nunca quisiste que tuviéramos. Mejor así, ¿verdad? Mejor que no haya nada que nos ate a un pasado que para ti ya no existe. Olvidar es empezar a vivir. Y eso es justo lo que estoy haciendo, Pablo. Empezando a vivir. Olvidando veintiocho años de convivencia, separándolos, poniéndolos entre paréntesis, extirpándolos. Veintiocho años son demasiado tiempo, Pablo, casi una vida.
-Tomemos esto como seres civilizados- insistes, pero yo, que soy una antigua, no me resigno a verte paseando agarrado a la cintura de tu nueva conquista, alardeando de una juventud de la que ella disfruta, pero que tú hace tiempo que dejaste atrás, sonriendo con soltura, mirándome displicente, como regañándome por no haber superado todavía tu abandono. Amparado en esa pretendida modernidad te tomas la libertad de venir a mi casa cada vez que se te antoja, incluso en alguna ocasión lo has hecho con tu nueva acompañante. Pero anoche viniste solo, Pablo y con tu mejor sonrisa te atreviste a apremiarme para que firme los papeles del divorcio. Parece que tu nueva vida empieza por una nueva boda. Llegaste presumiendo de un cuerpo que por arte de magia o por dejarte el bofe y el sueldo (que me escatimas) en el gimnasio se ha transformado: de la barriga fofa y peluda con la que me acostaba cada noche sólo queda un estómago plano y bronceado que te empeñas en meter para dentro aún a riesgo de quedarte sin respiración. Sonríes con tu nueva dentadura enfundada y blanqueada, sin rastro de la halitosis que hasta me gustaba besar. Despeinas con un pretendido gesto casual una melena teñida, la misma de la que yo cada mañana recogía las canas que te ibas dejando encima de la almohada con los años, una a una, durante veintiocho años, amor mío, veintiocho años...
Por eso ahora yaces ahí, Pablo, tirado en medio del suelo de la cocina, con la cabeza abierta y ensangrentada por el golpe que te di con esa figura de bronce tan horrorosa que nos regaló tu madre cuando nos casamos y que te empeñaste en que yo conservara. No te oigo respirar. Mejor así. Es probable que después de todo me decida a levantarme de la cama y preparar unos nísperos en almíbar mientras espero a que alguien, aunque sea la policía, venga a buscarme y me trate como lo que soy: una mujer madura abandonada por su marido.
Eternamente tuya.

martes, 28 de febrero de 2012

Espejo de mi Alma




Siempre odié a mi hermana. Mi madre solía decir que cuando estábamos en su barriga peleábamos como dos gatas en celo, hasta el punto de mover tanto la cama que despertábamos a mi padre sobresaltado, pensando que era un terremoto. Mi hermana tuvo más suerte que yo en la vida, aunque ambas se le acabaron antes. Hasta en el nombre tuvo suerte: estaban en juego los nombres de los dos abuelos, el de mamá, que se llamaba Demetrio y murió mucho antes de que nosotras naciéramos, y el de papá, el yayo Ángel, que todavía sigue vivo. ¿Quién tomó la cruel decisión de asignarnos el nombre? ¿Por qué no pudo ser al revés? Yo me llamo Demetria, claro. Siempre he sospechado que la partera, que fue a quien mi padre otorgó la facultad de decidir, supongo que para no sentirse responsable, nos observó a las dos antes de darnos nombre. Mi hermana es, quiero decir, era, pobrecilla, un verdadero ángel: rubia, cabello fino, ojos color miel, piel clara... en fin, una belleza. Yo me llamo Demetria y soy fea como un demonio. Una vez leí que no es genéticamente imposible que unos mellizos provengan de dos eyaculaciones distintas. Seguro que mi madre tuvo relaciones con el diablo, Dios la perdone. Las pocas fotografías que de mí se conservan y que se salvaron del incendio muestran a un bebé negruzco, arrugado y con la cabeza cubierta de una espesa mata de color negro zaino, que más que cabello humano parece pelo de burro, de lo áspero y duro que se ve.

Desde esta celda donde me han recluido tengo mucho tiempo para recordar, quizá demasiado. Mi primer recuerdo nítido es de cuando cumplimos tres años. Papá y mamá habían organizado una fiesta de cumpleaños a la que habían invitado a todos los niños del pueblo, que a la sazón no eran muchos, unos diez o doce, supongo. Casi puedo oír todavía como aquel coro de voces infantiles entonaba el feliz feliz en tu día, que era lo que estaba de moda entonces. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que yo no pintaba nada: ninguno, absolutamente ninguno de los treinta y tantos ojos que allí estaban, me miraba a mí, ni siquiera los de papá y mamá, ni los de los yayos, que fue lo que más me dolió, aunque andando el tiempo la yaya me traicionó y entendí que ella también quería más a mi hermana, aunque supo disimularlo durante mucho tiempo. Ángela sonreía feliz, preciosa con aquel trajecito de punto rosa que mamá nos había tejido a las dos y que a mí me hacía parecer una bayeta después de limpiar la chimenea. Me escabullí por debajo de la mesa mientras mi hermana soplaba las tres velitas que papá había colocado en la tarta. Nadie reparó en que deberían haber sido dos bocas las que soplaban. Y que cumplas muuuchos máááás... Corrí a encerrarme en el cuarto de baño, que siempre ha sido mi lugar favorito y con las bragas por las rodillas tome la decisión más importante de mi vida, de la que no me arrepiento y la que me ha encerrado entre estas cuatro paredes. Además descubrí otra cosa sobre mí: Yo me llamo Demetria, soy fea como un sapo y soy mala. Más mala que la sarna.

Recuerdo que a los cinco años ya sabía leer. No creo que fuera un signo de inteligencia, sino una manera de defenderme del aburrimiento supino en el que vivía sumida. Ángela pasaba las tardes con sus amigas, vestían y desvestían nancys, jugaban a princesas y príncipes y hacían comiditas de plastilina mientras yo descubría los entresijos de la lectoescritura, guiada por la mano firme de la yaya Paquita, que por aquel entonces todavía aparentaba quererme, aunque he llegado a la conclusión de que en realidad sólo le inspiraba pena, puesto que no tenía absolutamente ninguna amiga con la que jugar. Los niños y niñas del pueblo me llamaban bruja y rehuían mirarme a los ojos cuando venían a mi casa a jugar con mi hermana y estoy casi segura de que escupían al suelo y hacían la señal de la cruz en cuanto me daba la vuelta. Mamá intentaba una y otra vez que me hiciera amiga de alguien: hablaba con las madres de otros niños del pueblo y me alentaba a jugar con la pandilla de mi hermana pero sin resultado alguno, pues ni ellas ni yo teníamos ningún interés en trabar amistad, así que yo volvía a mis libros en cuanto mamá salía de la habitación, intentando ignorar el suspiro de alivio de las amigas de Ángela.

Pobre mamá. A su manera ella me quería, supongo que se sentía en parte responsable de mi suerte e intentaba sin resultado darle a mi apariencia tintes de normalidad. Me peinaba una y otra vez el mechón encrespado de mi coronilla aplastándolo con su laca y agua con azúcar, pero el copete rebelde siempre volvía a encabritarse. Se quedaba por las noches cosiendo para arreglarme los vestidos que nos compraba y que a Ángela le sentaban como un guante, intentando adaptarlos a mis costillas prominentes y mis piernas cortas y hasta llegó a hacerme caminar durante horas llevando un libro en la cabeza, en un vano intento de corregir mi encorvamiento congénito. Probó mil nombres para llamarme, Demi, Demita, Deme, Nena, pero ninguno logró convencerme, pues en realidad yo no quería que me quitaran lo único que era verdaderamente mío: yo me llamo Demetria. Pobre mamá, encontró la muerte en un lugar que no le estaba destinado, aunque mirándolo bien seguro que está contenta de haberse ido con su hija favorita, quizá la única que hubiera debido tener.

La otra mitad responsable de mi nacimiento, o sea, mi padre, pasó por mi infancia sin pena ni gloria. Se limitaba a ignorarme, sin descuidar en ningún momento los más elementales deberes de padre, con lo cual me refiero a que nunca dejó de alimentarme y enviarme al colegio. Ni siquiera me pegó cuando descubrió que era yo la que metía, noche sí y noche también, cucarachas en la cama de mi hermana ni cuando la convencí para que se dejara cortar el pelo al cero arguyendo que había visto piojos correteando por su melena. Esa vez, como otras muchas, me miró con cara de incomprensión, supongo que preguntándose en lo más íntimo de dónde demonios, y nunca mejor dicho, había salido yo. No obstante nuestras relaciones fueron siempre cordiales, y apuesto a que todos los días se hacía el firme propósito de quererme, tanto como se puede querer a un gato viejo y cojo que tu vecina te ha dejado en herencia, al que no puedes matar pero estás deseando que se vaya. Todavía mi padre aparece algún sábado que otro por aquí, y hasta me trae cigarrillos, imagino que esperando que el tabaco acabe de una vez con lo que nunca debió haber existido. Quizá algún día le confiese que hace años que no fumo, que mi último cigarrillo lo disfruté viendo como ardía la casa en la que pasé los primeros veinte años de mi vida.

Al llegar a la adolescencia decidí que no quería seguir estudiando. En realidad estaba harta de aparecer con mi hermana todas las mañanas en el autobús que nos llevaba a las afueras para asistir a una escuela en la que incluso los profesores evitaban mirarme directamente. Mis notas hasta entonces habían sido mediocres, en comparación con las de Ángela que siempre brilló en los estudios. Me aburrían incluso las fechorías que le hacía inexorablemente cada día. Escribía a los chicos que por aquel entonces comenzaban a interesarle, pues aunque ni en la letra nos parecíamos (la mía era horrorosa, por supuesto, mientras que la de mi hermana era redonda, pulcra y ordenada), había aprendido a escondidas a imitar perfectamente la suya, así como su firma, lo que utilizaba para ridiculizarla escribiendo mensajes obscenos a todos los varones de la clase e incluso llegué a darle el cambiazo en un examen de geografía, sustituyendo los ríos de África por una hoja interminable de fólleme don Manuel, fólleme don Manuel... Lo que no me explico es porque nunca llegó a saberse, pues don Manuel se limitó a acariciarle dulcemente la cabeza diciéndole que debía repetir el examen mientras la miraba con ojos de borrego. He llegado a pensar que les hice un favor, iniciando sin proponérmelo unas relaciones que yo aventuraba sucias pero que nunca llegué a confirmar, aunque espié cada movimiento de los dos, esperando la ocasión de delatarles delante de todo el pueblo.

Ángela era buena y cariñosa conmigo. No recuerdo ni un solo día en el que no me dedicara una palabra amable o me diera las buenas noches con un beso dulcísimo que me dejaba en la mejilla un picor ardiente y un deseo inconfesable de venganza en el corazón. Me metía debajo de las sábanas del cuarto que ambas compartíamos y con una linterna me entregaba frenéticamente a la lectura o a los placeres recién descubiertos de la autosatisfacción, que siempre me han ayudado a pensar fría y claramente. Uno de mis libros favoritos, era, y es, el de las aventuras del marqués de Sade, robado en un descuido de la biblioteca municipal, lo que me permitía conjugar ambos placeres mientras urdía mi postrera venganza. Como resultado de noches interminables de lectura me quedaron unas gafas de culo de botella que mamá sujetaba amorosamente con una goma para evitar que se me cayeran debido a la nada elegante postura de mis hombros. Fue entonces cuando me negué a seguir utilizando aquellos horrorosos vestidos que mamá nos colocaba a las dos por igual y decidí que únicamente vestiría de negro, pues era el color que se me antojaba acorde con la imagen que el espejo me devolvía y en el que juré no volver a mirarme hasta el momento de mi muerte, lo que hasta la fecha he cumplido sin preocupación.

A los diecisiete años tuve relaciones sexuales con un hombre por primera y última vez en mi vida. Atardecía y yo había salido a disfrutar de los últimos vestigios de un verano que se resistía a marcharse, entreteniéndome en anegar hormigueros con mi orina para después prenderle fuego a las hormigas que huían despavoridas, ayudada por unas ramitas secas que disponía en círculo alrededor del cráter. Me fascinaba ver como se retorcían sus pequeños cuerpecillos comidos por las llamas y como algunas de ellas se precipitaban hacia una muerte segura lanzándose al fuego, supongo que en un intento de acortar su agonía. Imaginaba sus voces, como se avisarían unas a otras del incendio, me divertía ver como algunas de ellas volvían a entrar en el hormiguero para salvar las provisiones que con tanto celo habían recogido a lo largo del verano y que morían ahogadas, victimas de su propia virtud. Mi pequeño desastre exhalaba un olor dulce, como a caramelo pegado, que me hacía sentirme extremadamente excitada, lo que en general aliviaba tumbándome detrás de una roca. Aquel día, sin embargo, mientras permanecía aspirando el delicioso perfume de la muerte, apareció un muchacho que, sin mediar palabra, se agachó a mi lado a contemplar mi universo en destrucción con la misma fascinación con la que yo lo hacía. No tendría mucha más edad que yo y recuerdo que no llevaba zapatos pues me fijé con detalle en la longitud y suciedad de sus uñas, que a mí la obsesión de mamá por la limpieza me impedía lucir. No podría decir mucho más de su aspecto, pues inmediatamente se tumbó y comenzó a masturbarse y mi vista se desvío hacia otras cuestiones más interesantes hasta que decidí cabalgarle con rudeza, lo que me provocó el que hasta ahora ha sido el orgasmo más explosivo de mi vida. Resolvimos aquel encuentro en unos pocos minutos y no oí de su boca más que un sonido gutural que emitió en el momento culminante. Nunca volví a ver a aquel muchacho pues desapareció por donde había llegado y yo permanecí exhausta sobre aquel barrillo formado por orina, ácido fórmico chamuscado, sudor y algún que otro jugo corporal. He pensado a menudo en aquel incidente y me gusta imaginar que aquel muchacho era en realidad una hormiga macho que se materializó en humano para agradecerme el haberle librado de la esclavitud a la que le sometía la reina en su hormiguero. Desde entonces inevitablemente asocio el olor a quemado con el sexo, por eso, tras el gran incendio de mi vida, en el que recuperé la mitad de mí misma que mi hermana me había robado en el útero de mamá, resolví dejar de fumar para siempre, lo que en mi caso implica el abandono del sexo, pues estoy segura que ningún otro encuentro carnal me proporcionaría el placer que sentí aquella tarde de verano.

Ángela descubrió el sexo algunos meses más tarde, aunque de una manera mucho más vulgar que la mía. Invariablemente espié sus primeros besos, las torpes caricias iniciales y la pérdida de su flor, como ella la llamaba, entregada a Germán, el primer y único novio que mi hermana llegó a tener y al que salvé por unos pocos minutos de convertirse en marido de doña perfección. Siempre he sospechado que mi hermana sabía de mi presencia en todos y cada uno de sus encuentros con Germán, pues extremaba la dulzura de su voz y la gracia de sus movimientos, sin perder la elegancia ni en momento más lascivo, actuando en todo momento para su mejor y más fiel espectadora: yo, con lo que conseguía seguir humillándome como lo había hecho desde que asomó la cabeza entre las piernas de nuestra madre, justo detrás de mí, eclipsando así cualquier signo de emoción que mi nacimiento pudiera haber provocado.

El día de nuestro diecinueve cumpleaños se produjeron grandes cambios en casa. Por primera vez el novio de mi hermana iba a ser oficialmente invitado a nuestro hogar, lo que implicaba la aceptación de aquella relación por parte de la familia. Era Germán un muchacho prometedor, de buen porte, recién comenzados sus estudios de medicina e hijo de una familia acaudalada del pueblo vecino, lo que provocaba en mis padres un orgullo indescriptible, que alcanzaba el clímax cuando se pavoneaban delante de familiares y vecinos. Mi madre se afanó durante toda la mañana en la cocina, preparando un delicioso guiso de cordero con patatas cuyo olor me provocaba fuertes nauseas, mientras mi padre se acercó a la capital para adquirir un buen licor con el que agasajar a su invitado a los postres. Nadie se acordó aquel día de felicitar a Demetria y aunque eso no me disgustaba en absoluto, pues hacía tiempo que cumplir años no era motivo de alegría para mí, aquel día anduve más cabizbaja de lo que mi postura me obligaba, arrastrando ostensiblemente los pies mientras pasaba una y otra vez por delante de mi madre componiendo un gesto de fingida tristeza, sólo para comprobar hasta que punto me había convertido en invisible, como si formara parte del mobiliario de la casa, pues lo único que conseguí de mamá fue que me mandara un par de veces a lavarme y cambiarme de vestido, consejos ambos que desoí con satisfacción.

Germán acudió a la cita con puntualidad británica y con un gran ramo de rosas blancas que inclinándose teatralmente entregó a mamá, quien aspiró su perfume como tantas veces había visto hacer en las películas de amor a las que era tan aficionada mientras corría a por un búcaro para colocarlas y que fácilmente hubiera podido llenar con la baba que se le caía sólo de pensar en la alta alcurnia con la que estaba a punto de emparentar. Pobre Germán, tan alto, tan guapo, tan educado... Años más tarde leí en el periódico local que un vagabundo cuya descripción e iniciales coincidían con las de este muchacho, había muerto tras arrojarse a la vía del tren. Una lástima.

La comida transcurrió en términos del más puro romanticismo, como más tarde la describiría mamá, alcanzando su punto álgido cuando Germán en los postres se levantó para pedirle a mi padre la mano de Ángela. Hasta ese momento yo me había limitado a bizquear en silencio intentando hacer el mayor ruido posible al deglutir y derramar una gran cantidad de grasa de cordero sobre el mantel, pero al oír a aquel galán con voz afectada: tengo el honor de pedir, don Francisco, la mano de su hija Ángela (dijo el nombre, aunque no creo que hubiera el más mínimo resquicio de duda por parte de nadie acerca de cual de las hijas era la solicitada), no pude soportarlo por más tiempo y vomité ruidosamente sobre el impecable pantalón del muchacho. Mi padre pasó por un número incalculable de colores hasta que consiguió ponerse verde de ira y con un grito me ordenó que abandonara el comedor, lo que me apresuré a cumplir no sin antes regalarles mi postrera arcada. Me fui pues, al cuarto de aseo y mientras cumplía con mis obligaciones fisiológicas pensé en aquella niña que dieciséis años antes, en aquella misma postura y en idéntico lugar, había tomado la decisión de acabar con la vida de su hermana, y decidí que había llegado el momento de llevarlo a cabo, jurándome que Ángela no llegaría a ponerse el anillo de casada.

Durante el año que transcurrió entre ese renombrado día de la petición de mano y el momento en que con mi intervención se terminó la historia que nunca debería haber comenzado, mi tiempo transcurrió dedicado a una frenética actividad intelectual. Me pasaba el día pensando cómo y cuándo sería el mejor momento para hacerlo, ignorando cuanta actividad se desarrollaba en mi casa, lo que no me resultaba en absoluto difícil, pues había practicado durante años el arte de pasar desapercibida a ojos de los demás. Por retazos de conversaciones pillados al azar, me enteré de que aquella comida, a pesar de mis intentos de boicotearla, había resultado un éxito, y que el pobre Germán, (así es como mamá comenzó a referirse a él a partir de entonces, “el pobre Germán”, como si mi vómito le hubiera provocado una enfermedad permanente), me había disculpado mejor de lo que lo hubieran hecho mis propios padres, ya que, apoyado por Ángela les convenció de que yo debía sufrir muchísimo pensando en que la boda me iba a separar de mi querida hermana. Recuerdo que Ángela se coló un día en mi habitación y estuvo monologando un rato acerca de que el matrimonio con Germán no iba a suponer ni mucho menos, una separación, que ella me querría siempre pasara lo que pasara y que también lo haría Germán, –ganarás un hermano- sentenció. Yo la miraba, supongo que asintiendo de vez en cuando, mientras trataba de imaginar qué muerte le sentaría mejor. Cuando ella terminó su perorata quiso sellarla con un fraternal abrazo y al acercarme a ella percibí el calor que su cuerpo desprendía y decidí que el fuego sería el cruel verdugo, que arrancaría de Ángela un olor maravilloso, sirviendo de apoteósico final de su vida.

Los meses transcurrieron con rapidez, entre las idas y venidas de los futuros suegros de mi hermana, las reformas acometidas en nuestra casa -para estar a la altura de las circunstancias- repetía mama a quien quisiera escucharla, -es que Germán es hijo de notario-, y las compras de ropa nueva. Recuerdo con especial deleite el día en que mamá decidió traer a casa cuatro o cinco vestidos, -monísimos-, dijo, prestados por la tienda de una amiga, pretendiendo que yo eligiera alguno de ellos para lucirlo con mi natural gracia en la boda de mi hermana. Ante su asombro, pues pensaría que me iba a negar rotundamente a ponerme de aquella guisa, elegí rápidamente uno de ellos, el que más espantoso me pareció, y emitiendo un sonoro pedo salí de la habitación, dejando a mamá debatiéndose entre la satisfacción de haber conseguido vestirme como a una señorita y la vergüenza que le producían mis ventosidades. A estas alturas de mi vida mamá había renunciado ya a inculcarme cualquier tipo de educación cívica y los mayores esfuerzos los concentraba en hacerme pasar desapercibida a ojos de los demás o, lo que es lo mismo, a mostrarme lo menos posible a las visitas -qué va a ser de esta niña cuando nosotros faltemos- repetía mecánicamente. En cuanto a mí, me producía un perverso placer exhibir mis habilidades a los extraños, así que si tenía ganas de expeler aire por cualquiera de los agujeros de mi grácil cuerpo, lo hacía sin preocuparme de qué o quién estuviera delante, lo que descolocaba a mamá hasta el punto de hacerle decir tonterías, como mandarme a tender la ropa a las once de la noche o a regar las macetas bajo una lluvia torrencial y ponía a mi padre al borde del infarto de miocardio.

Abril había sido el mes elegido por mi hermana para, según sus propias palabras, santificar la unión con Germán. Cada vez que mi hermana soltaba alguna de estas frasecillas tan rebuscadas, mamá y papá la miraban con admiración, satisfechos de haberle dado los estudios necesarios para desenvolverse en sociedad con tanta soltura. Yo por mi parte la miraba fijamente bizqueando hasta el punto de esconder la niña del ojo derecho dentro de la nariz e intentaba ridiculizarla: chantificar l’unión con Ermán. Mi pobre familia cabeceaba con sincera lástima, pensando que los años habían causado enormes estragos en mi de antemano deteriorado cerebro y que ya ni siquiera era capaz de pronunciar correctamente, aunque me esforzara (como lo había hecho durante toda mi vida) por parecerme a mi hermana.

Abril fue, como digo, el mes elegido para la boda. La actividad en mi casa se había tornado desquiciante desde algunas semanas antes ultimando los preparativos. Mamá pasaba horas colgada del teléfono y con la excusa de cerciorarse de si habían llegado las invitaciones a sus amistades, aprovechaba para explayarse sobre la alta cuna de su futuro yerno. Mientras, mi padre hacía números una y otra vez, calculando el coste de aquel fastuoso banquete con el que íbamos a celebrar el enlace de mi hermana e intentando apretarse al máximo el cinturón para poder cambiar langostinos por percebes y ternera por solomillo ibérico. Yo por mi parte, me entretenía viendo las idas y venidas de mi familia, los moños que mi hermana ensayaba una y otra vez en el espejo y los nervios de mi madre a la hora de elegir el vestido acorde con la ocasión, incapaz de decidirse entre forrar con tela o no los zapatos que luciría en tan señalado día. Me complacía observándolos, incapaz de sentir ni un ápice de compasión por ellos, que ignoraban que todos los esfuerzos eran vanos, pues sólo yo sabía que nunca llegaría a celebrarse aquella boda que con tanto esmero preparaban. Todo esto me hacía sentirme un poco como Dios, pues en mis manos estaba la ventura o desventura de aquella pobre gente que durante veinte años había supeditado mi vida a la de mi hermana, que por un malabar genético juntó su ovocito al mío, cometiendo el error de nacer a la vez que yo.

Tengo que hacer un alto para hablar de las invitaciones de boda de mi hermana: consistían en una foto de los novios mirándose de frente y con las manos entrelazadas, insertadas en dos círculos unidos a modo de alianzas y sobrevoladas por una paloma que bajo mi punto de vista era tuerta y paticorta. Mi incredulidad al verlas fue tal, que derramé un generoso chorro de baba sobre la caja en la que venían guardadas, dejando las diez primeras inservibles, lo que provocó que mi padre asestara un sonoro puñetazo a la mesa, supongo que por no saltarme los pocos dientes que me habían crecido. Ángela se apresuró a disculparme ante papá y, después de insistirle un rato, me regaló las tarjetas que habían quedado inutilizables, a la vez que me propinaba un cachetito benevolente en la mejilla –algún día tendrás las tuyas propias- dijo. Pero, ¿imaginaba mi hermana que habría un hombre en este mundo capaz de avenirse a compartir su lecho conmigo? Es más ¿cómo podría suponer que YO estaría dispuesta a desperdiciar lo que me quedaba de vida con alguien, obligada a lavarle los calzoncillos por la mañana y a bajárselos por la noche? Perdida en estas elucubraciones cogí las invitaciones que mi hermana me tendía y me apresuré con ellas a mi habitación donde recorté afanosamente las fotos de Ángela, dejando a Germán tendiéndole las manos a una novia invisible, tirado debajo de mi cama, al amparo de su propia suerte, entre bragas sucias, calcetines usados y un montón nada despreciable de basura, pues bien podría hacer dos meses que no limpiaba la habitación, a pesar de las diarias insistencias de mi madre. Pegué un par de fotos en las suelas de mis zapatos, para que por una vez Ángela estuviera por debajo de mí y salí a las afueras del pueblo a cumplir con el ritual de los hormigueros, esta vez sustituyendo las ramas secas por fotos de mi hermana, que formaron una hoguera preciosa que se mostraba en un sinfín de colores, desprendiendo un olor tan dulce como el que exhalaría el cuerpo de mi hermana al arder.

He de confesar que a pesar de mi natural frialdad, la noche antes del debut de mi hermana como esposa, me sentía un poco nerviosa, hasta el punto de que mi madre me trajo varias tilas a mi habitación, donde pasé encerrada la mayor parte del día. Mamá se empeñaba en hablarme, suponiendo que compartía sus nervios por el feliz acontecimiento, repasando una y otra vez cada paso que daría al día siguiente y planchando sin cesar su vestido verde de madrina, sin imaginar ni por un instante que yo no podía ver en otro color que no fuera rojo fuego y que si estaba nerviosa, era porque la abuela Paquita me había visto coger una lata de gasolina del garaje de papá y me persiguió por toda la casa interrogándome sobre el destino de la misma, sin lograr arrancar de mí más que el portazo que le di en la cara una vez hube entrado en mi habitación. Ignoro si la yaya comentó a mis padres aquella noche lo que había visto, pero, si así fue, ellos no dieron muestras de preocuparse en absoluto, tan atareados como estaban en los detalles de última hora, pensando quizá que se trataba de una extravagancia más de la pobre retrasada de Demetria. De lo que sí estoy segura es de que la abuela, y solamente la abuela, fue la que me delató a quienes vinieron a investigar el incendio y aunque no le guardo rencor por ello, pues de no haberlo hecho ella hubiera sido yo quien lo contara, como lo estoy haciendo ahora, sí le deseo que la muerte le llegue después de una larga y silenciosa agonía.

Ángela estaba radiante aquella mañana. Se despertó a eso de las siete y corrió a darnos los buenos días a todos los miembros de la casa, incluida a mí, que yacía hecha un ovillo en mi cama, con los ojos inyectados en sangre, después de una larga noche de insomnio, abrazada a la lata de combustible y la caja de fósforos que habrían de conducirme a ser por fin la protagonista de mi propia vida. Le deseé toda clase de parabienes con una maloliente flatulencia y aguanté sus cosquillas tumbada de espaldas, para que no descubriera lo que con tanto celo guardaba en mi regazo. Al rato comencé a oír la infatigable verborrea de mi madre dando órdenes a diestro y siniestro y me apresuré a cumplirlas para que nadie reparara en mí ni en la actividad paralela que estaba desarrollando, así que a pesar de mi aversión al agua me duché durante cinco interminables minutos dejando resbalar, junto al jabón, todas las infamias de las que había sido objeto durante veinte años y que estaban a punto de terminar para siempre. Me embutí en aquel horroroso vestido que mi madre había comprado e incluso sin mirarme al espejo, pues no pensaba faltar a mi juramento, adiviné que era el espantapájaros mas bonito que se hubiera visto en boda alguna.

A eso de las once llegaron los yayos vestidos elegantemente para la ocasión y se reunieron junto a mis padres en el salón, a la espera de la novia. Mi hermana apareció puntualmente a las doce en lo alto de la escalera. Estaba preciosa, vestida de blanco, con aquel velo que le cubría su hermoso rostro y un gran ramo de azahar que portaba elegantemente. Después de dejarse admirar durante un buen rato por todos, incluida yo, que intenté sin éxito babear sobre las enaguas del vestido, subió de nuevo a su habitación para mirarse en el espejo por última vez de soltera, quitándose un zapato como manda la tradición, lo que aproveché para anunciar que me iba ya para la plaza de la iglesia y que esperaría allí a la comitiva. Salí sin embargo por la puerta y dando la vuelta a la casa regresé a ella por el garaje y subí a la habitación de mi hermana, donde ajusté con ella todas las cuentas que tenía pendientes.

La pareja lucía hermosa sentada frente al altar, aunque la novia dejaba translucir su lógico nerviosismo revolviéndose continuamente en el asiento, lo que desmejoraba notablemente el elegante porte que le era propio. Todos esperaban con ansiedad el momento culminante de la ceremonia, en el que Germán destapara el velo de la que ya era su mujer para darle el primer beso en su nuevo estado. Todavía ahora, diecinueve años después, en las raras ocasiones en las que me dejo invadir por la tristeza, recuerdo para reírme la cara que puso al descubrir con quien se había casado realmente. Me giré teatralmente, pues tenía todos mis movimientos calculados y observé a mis padres y abuelos cuyas bocas bien podrían haber servido de nido para águilas, de lo abiertas que las tenían. Remangándome aquel vestido blanco que no me correspondía corrí hacia la casa donde encontré a Ángela en el mismo lugar donde la había dejado, completamente desnuda, bien atada y amordazada y algo aturdida por un golpe asestado con mi propia cabeza. Lentamente y sin dejar de mirarla a los ojos la fui rociando con la gasolina que tan celosamente había guardado mientras le relataba uno por uno todos los agravios de los que me había hecho objeto, quizás inocentemente, durante aquellos veinte años. Con un dulce beso de despedida, le arrojé una cerilla a su sedoso pelo y por poco no muero yo también, tan fascinada estaba con los mil colores que se reflejaban en sus ojos aterrados y con el excitante aroma de su cuerpo calcinado. No puedo precisar si pasaron segundos u horas hasta que caí en la cuenta de que si no me movía mi cuerpo también olería deliciosamente, así que salí justo a tiempo para ver como mi madre entraba despavorida por la puerta que se derrumbaba gritando el nombre de mi hermana, que se congeló en sus labios para siempre, víctima inocente de aquel sacrificio. Me subí al tejado de la casa vecina, que tantas veces había sido testigo de mis juegos infantiles y me encendí el último cigarrillo que me habría de fumar, ajena espectadora de todo lo que sucedió a continuación y que no tiene ninguna relevancia para esta historia. En aquella improvisada atalaya permanecí hasta que vinieron a buscarme quienes me encerraron aquí, donde vivo feliz con mis recuerdos y donde esta mañana, después de insistir durante algunos minutos, he convencido a mi guardiana para que me trajera un espejo, en el que he visto reflejada la imagen de una mujer de una belleza madura cuyo rostro translucía la serenidad de quien ha sabido cumplir todas las promesas que hizo en su vida.



CLINICA DE REPOSO NUESTRA SEÑORA DE LA BUENA VENTURA
27 de Julio de 2003
PARTE DE GUARDIA



A las 8:00 a.m. se descubre por la enfermera de guardia el cuerpo sin vida de doña Ángela R. M. que ocupaba la habitación 123 de esta clínica, en la que permanece ingresada desde 1984.


ANTECEDENTES PERSONALES

Mujer de 39 años, hija única de una familia de la que sobrevive el padre, don Francisco R. J. ya que la madre, doña Herminia M. M. desapareció en un incendio, a consecuencia de lo cual la hoy fallecida tuvo que ser ingresada en este centro.

Ha mostrado durante los años de ingreso, un carácter dócil, siempre perfectamente orientada y consciente.

Fue diagnosticada de esquizofrenia paranoide a su ingreso. En el delirio mas repetitivo introducía a una amiga o hermana invisible con la que compartía su vida y a la que juraba haber matado.

Ha estado medicada en todo momento de acuerdo con su trastorno aunque en entrevistas continuadas con su terapeuta sigue refiriendo el episodio de la hermana.


CAUSAS DEL FALLECIMIENTO

En espera de la autopsia y en un examen general parece haberle sobrevenido el óbito por parada cardiorrespiratoria (muerte natural)


OBJETOS PERSONALES

Entre sus pertenencias se encuentra un vestido de novia chamuscado, una foto de un hombre joven que se identifica como don Germán S. H., (fallecido 6-4-87) y un puñado de folios manuscritos, que se acompañan para investigación.


DATOS DE INTERES
Puesta en contacto esta clínica con el padre de la fallecida, rehúsa hacerse cargo del cadáver, por lo que se envía a los servicios generales del Excmo. Ayuntamiento para sepelio y posterior inhumación en depósito general.





Nuria Pérez Mezquita
Este relato obtuvo en 2003 el Primer Premio Internacional de Relatos "Paraules d'Adriana" otorgado por el Excmo. Ayunyamiento de Sant Adriá de Besós




domingo, 19 de febrero de 2012

Pesetas, caballos, manzanas... (Monólogos para la reflexión)



Pesetas, caballos, manzanas, pesetas, caballos, manzanas, pesetas, caballos, manzanas...
¿Lo ve, doctor? Eso fue lo que me pidió la semana pasada que recordara, y no se me ha olvidado ni una palabra. Ya le dije que yo de cabeza no estoy mal, lo que estoy es vieja, eso no lo puedo negar, que son ya noventa y tres años los que llevo arrastrando estos dichosos huesos que ya apenas me sujetan y me tienen en un puro ay.  Y por eso mis hijas me quieren meter en la residencia de ancianos, bueno, antes le decíamos el asilo, pero hoy parece que está mal visto, por que yo ya no valgo para nada. Y yo entiendo que ellas están un poco mal de dinero y les vendría muy bien cobrar ahora la herencia, porque se han metido a comprar unas casas con jardín, que a mí me parecen demasiado grandes, pero ustedes los jóvenes son así, que va a saber una pobre vieja ¿verdad? A mí no me importa, doctor, se lo prometo por la memoria de mi difunto marido, Dios lo tenga en su gloria. A mi no me importa darles el dinero y la casa, y las tierras de mi madre y todo lo que tengo, que al fin y al cabo lo ganamos Ramón y yo para ellas ¿para quién si no?, yo no quiero ser la más rica del cementerio, de verdad que no, pero me reconcome las entrañas que no me lo pidan y anden con triquiñuelas para arrancarme lo que yo ya les he dado hace mucho tiempo...
Que yo lo veo todo, doctor, y las oigo hablar por teléfono y cuchichear a mis espaldas y aunque a veces dicen palabras que yo no entiendo, hay otras que sí sé lo que significan. Y sí sé lo que quiere decir incapacitación. Quiere decir que le van a decir a un juez que estoy loca, o demasiado mayor para administrar lo que es mío. ¡Ay, la vida! Y yo ya le digo, me hago la sorda y me dejo llevar cada seis meses a casa de una y de otra, y si me mandan recoger a los niños del colegio, pues los recojo, que para eso son sangre de mi sangre y si hay que cocinar pues les cocino y aunque este dolor de huesos me está matando y ¡mire usted como tengo las manos, mire, como sarmientos!, pues si tengo que pasar la aspiradora, la paso y si tengo que pasear al perro, lo paseo, que a mi nunca se me han caído los anillos por trabajar, no señor. Como mulas trabajamos Ramón y yo, bien lo sabe Dios, para sacar adelante a la familia, para que a nuestras niñas no les faltase de nada. Ramón era sacamuelas, ¿sabe? Ahora ustedes les llaman dentistas y tienen otra preparación y otros medios, pero mi marido y yo íbamos de pueblo en pueblo con un carromato que le compramos a un feriante y dos burros que nos daban calor por las noches. A tres reales cobrábamos la pieza y fueron muchas horas de caminos, de polvo y de frío. Y muchas horas de limpiar sangre ajena y aguantar los malos alientos de los paisanos, sujetando la bacinilla que yo les ponía debajo para recoger las babas y los insultos, que también había insultos, no se vaya a creer. Y más de uno y más de dos se nos fueron sin pagar y de malos modos, pero mi Ramón, que era un alma cándida siempre me decía: No te preocupes, María, mujer, ya vendrán otros que paguen y mientras tengamos trabajo nada nos faltará. Luego las piezas que estaban más sanas nos las compraba un joyero de la capital, ya ve usted que aficiones más raras las de los ricos. Y cuando la tripa me reventaba con mis dos hijas, que el Señor me las mandó a las dos a la vez para ahorrarme dolores, allí seguía yo sujetando bacinillas y limpiando babas y tirando del alicate si hacía falta. Y allí las parí, ayudada nada más que por mis riñones y las manos de mi marido, que le digo yo que si hubiera vivido, habría llegado a ser un buen médico como usted, doctor.
Y a las niñas nunca les faltó de nada, oiga, que comida caliente siempre hubo, hasta en los peores momentos y aunque me tuviera que dejar la vista en las candelas cosiendo, las llevaba como pinceles a las dos, parece que las estoy viendo, siempre igualitas, como dos primores, que ni una gotita de mugre me las manchó nunca…
Luego llegó el momento de mandarlas a la escuela y con unos ahorrillos que habíamos juntado y lo que nos dieron por la venta de los burros y de los aperos del oficio, pudimos venirnos a la capital y comprarnos una casita. A Ramón lo colocó un primo de portero en una finca y yo ayudaba con lo que podía, planchando por las casas. Y así nos fuimos haciendo un capitalito y pudimos casar a las niñas y darles una buena boda, como ellas se merecían. Y hasta un televisor nos compramos, no sabe usted la ilusión que nos hizo... que ustedes ahora tienen de todo, pero antes... Y lo estrenamos el día que llegó el hombre a la luna, bueno, si es que eso es verdad, porque yo... mucho, mucho no me lo creo. Pero Ramón que era un bendito se puso hasta el traje de los domingos, por si acaso nos podían ver los astronautas... Ya ve usted, que ideas, este hombre... Y allí se me quedó el pobre, ni siquiera le dio tiempo a verlo. Muerto como un pajarito. Agarrado a mi mano se quedó y a mí no me hizo falta mirarlo, pues ya hacía meses que barruntaba que estaba enfermo, con esas toses que tenía por las mañanas que se dejaba el alma... Con mis manos lo amortajé, doctor y no me hizo falta llamar a nadie para cerrarle los ojos y solitos nos quedamos los dos hasta que amaneció y ya llamé a las niñas y... ¡Bueno! ¡Pero que tonta! ¿Lo ve? Al final van a tener razón mis niñas. Yo ya no soy más que una vieja loca, he venido aquí a que me cure usted y ni siquiera le he dejado hablar. Me pongo a contar historietas de vieja y se me va el santo al cielo.
Ya me voy, doctor, no le entretengo a usted más, que bastante he hablado ya. Dígale a mis niñas que no se preocupen, que su madre les da todo lo que ellas quieran, que firmo donde haya que firmar y que si es necesario decir que estoy loca, pues que lo digan, que a mi ya no me importa... Pero dígales también que me lo pregunten, doctor, que hablen conmigo, me encuentro tan sola... A lo mejor es buena idea lo del asilo, me imagino que allí habrá más viejas chochas como yo, que les guste pegar la hebra. Adiós y gracias doctor, me ha hecho mucho bien contarle mis cosas, hacía tanto tiempo que no hablaba de Ramón que casi se me había olvidado su cara. Buenas tardes. Ah, y no se preocupe, no me olvido: pesetas, caballos, manzanas, pesetas, caballos, manzanas...

Oleo de Nacho Puerto